10 de septiembre de 2012

Capítulo de Peter Pan - La Sombra J.M. Barrie




Capítulo de Peter Pan - La Sombra  J.M. Barrie 

La señora Darling gritó y, como en respuesta a una llamada, se abrió la puerta y entró
Nana, que volvía de su tarde libre. Gruñó y se lanzó contra el niño, el cual saltó
ágilmente por la ventana. La señora Darling volvió a gritar, esta vez angustiada por
él, pues pensó que se había matado y bajó corriendo a la calle para buscar su
cuerpecito, pero noestaba allí; levantó la vista y no vio nada en la oscuridad
de la noche, salvo algo que le pareció una estrella fugaz. Regresó al cuarto de los niños
y se encontró con que Nana tenía una cosa en la boca, que resultó ser la sombra
del chiquillo. Al saltar éste por la ventana Nana la había cerrado
rápidamente, demasiado tarde para atraparlo, pero a su sombra no le había dado
tiempo de escapar: la ventana se cerró de golpe y la arrancó. Os aseguro que la señora
Darling examinó la sombra atentamente, peroera una sombra de lo más  corriente.
Nana no tenía dudas sobre qué era lo mejor que se podía hacer con esta
sombra. La colgó fuera de la ventana, como diciendo: «Seguro que vuelve a
buscarla: vamos a ponerla en un sitio donde la pueda coger fácilmente sin molestar
a los niños.»

Pero por desgracia la señora Darling no podía dejarla colgando de la ventana:
parecía parte de la colada y no era digno del prestigio de la casa. Se le ocurrió
enseñársela al señor Darling, pero éste estaba haciendo cálculos para los abrigos
de invierno de John y Michael, con un paño húmedo enrollado en la cabeza
para mantener el cerebro despejado y daba pena molestarlo; además, ella ya sabía
 perfectamente lo que él diría:

-Todo esto ocurre por tener un perro de niñera.
Decidió enrollar la sombra y ponerla a buen recaudo en un cajón, hasta que llegara
un momento adecuado para decírselo a su marido. ¡Ay, Dios mío! El momento llegó
una semana después, en aquel viernes de amargo recuerdo. Tenía que ser
viernes, cómo no.

 Recordemos que según la superstición anglosajona el viernes es el día de mala suerte.
-Debería haber tenido especial cuidado por ser viernes -le decía después a
 su marido, mientras a lo mejor Nana estaba a su otro lado, sujetándole la mano.

-No, no, -le decía siempre el señor Darling-, yo soy el responsable de todo.
 Yo, George Darling, lo hice. Mea culpa, mea culpa.

Había sido educado en el estudio de los clásicos.

Así se quedaban sentados noche tras noche recordando aquel fatídico viernes, hasta
que cada detalle quedaba grabado en sus cerebros y salía por el otro lado como las caras de una acuñación defectuosa.
-Si yo no hubiera aceptado esa invitación para cenar con los del 27
 -decía la señora Darling.
-Si yo no hubiera echado mi medicina en el tazón de Nana -decía el señor Darling.
-Si yo hubiera fingido que me gustaba la medicina -decían los ojos húmedos
de Nana.-Por culpa de mi afición a las fiestas, George.
-Por culpa de mi nefasto sentido del humor, mi vida. -Por culpa de mi susceptibilidad
por tonterías, queridos amos.

Entonces al menos uno de ellos se derrumbaba por completo; Nana por
 pensar: «Es cierto, es cierto, no deberían haber tenido un perro
 de niñera.» Muchas veces era el señor Darling quien enjugaba los ojos
de Nana con un pañuelo.


-¡Ese canalla! -exclamaba el señor Darling y Nana lo apoyaba con un ladrido, pero
 la señora Darling nunca vituperaba a Peter: había algo en la comisura derecha
de su boca que no quería que insultara a Peter. Se quedaban sentados en el vacío
cuarto de los niños, recordando con fervor hasta el más mínimo detalle de aquella
espantosa noche. Se había iniciado de una forma normal, exactamente igual
que tantas otras noches, cuando Nana preparó el agua para el baño de Michael
y lo llevó hasta él subido en el lomo.

-No quiero irme a la cama -chilló él, como quien piensa que tiene la última palabra
 sobre el asunto-. No quiero, no quiero. Nana, todavía no son las seis.
Por favor, por favor, ya no te querré más, Nana. ¡Te digo
que no me quiero bañar, no y no!

Entonces entró la señora Darling, vestida con su traje de noche blanco. Se había
arreglado temprano porque a Wendy le encantaba verla en traje
de noche, con el collar que George le había regalado. Llevaba la pulsera
 de Wendy en el brazo: le había pedido que se la prestara. A Wendy le encantaba
prestarle la pulsera a su madre.

Encontró a sus dos hijos mayores jugando a que eran ella misma y su padre
en el día del nacimiento de Wendy y John estaba diciendo: -Señora
Darling, me complace comunicarle que es usted madre -y lo dijo
exactamente en el mismo tono en que el señor Darling lo podría haber dicho
en la auténtica ocasión. Wendy bailó de alegría, como lo habría hecho
la auténtica señora Darling. Luego nació John, con la pompa extraordinaria
que según él se merecía el nacimiento de un varón y Michael volvió del baño y pidió
nacer también, pero John dijo cruelmente que ya no querían más. Michael casi
se echó a llorar. -Nadie me quiere -dijo y, por supuesto, la señora del traje de noche
 no pudo soportarlo.


-Yo sí -dijo-. Yo sí que quiero un tercer hijo.
-¿Niño o niña? -preguntó Michael, sin demasiadas esperanzas.
-Niño. Entonces él se echó en sus brazos. Qué cosa tan
insignificante para que se acordaran de ella ahora el señor y la señora Darling
y Nana, pero no tan insignificante si aquella iba a ser la última noche
de Michael en el cuarto de los niños. Siguen con sus recuerdos.

Fue entonces cuando entré yo como un huracán, ¿verdad? -decía el señor
Darling, maldiciéndose a sí mismo y es cierto que había sido como
un huracán. Quizás podría disculpársele un poco. También
 él se había estado arreglando para la fiesta y todo iba bien 
hasta que llegó a la corbata. Es increíble tener que decirlo, pero
este hombre, aunque entendía de acciones y cotizaciones, no conseguía
dominar la corbata. A veces la prenda cedía  ante él sin presentar
batalla, pero había ocasiones en que habría sido mejor para la casa si se hubiera
tragado el orgullo y se hubiera puesto una corbata de nudo hecho. Ésta fue una de esas
ocasiones. Entró corriendo en el cuarto de los niños con la terca
 corbata toda arrugada en la mano.

Pero bueno, ¿qué ocurre, papá querido?
-¡¿Que qué ocurre?! -aulló él, porque aulló de verdad-. Pues esta corbata, que no
 se anuda. Se puso peligrosamente sarcástico.
-¡Alrededor de mi cuello, no! ¡Pero alrededor del barrote de la cama, sí! ¡Ya
 lo creo, veinte  veces he logrado ponerla alrededor del barrote 
de la cama, pero alrededor de mi cuello, no!
¡Que, por favor, la disculpe!  Le pareció que la señora Darling no había quedado
debidamente impresionada y siguió muy serio:

-Te advierto, mamá, que como esta corbata no esté alrededor de mi cuello no
salimos a cenar esta noche y, si no salgo a cenar esta noche, no vuelvo a la oficina
en mi vida y, si no vuelvo a la oficina, tú y yo nos moriremos de hambre
y nuestros hijos se verán arrojados al arroyo. Incluso entonces la señora Darling
no perdió la calma. -Déjame intentarlo, querido -dijo y en realidad eso era
lo que él había venido a pedirle que hiciera y con sus suaves y frescas manos
ella le anudó la corbata, mientras los niños se apiñaban alrededor para ver cómo
se decidía su destino. A algunos hombres les habría sentado mal que lo hiciera
con tanta facilidad, pero el  señor Darling tenía un carácter demasiado bueno
para eso: le dio las gracias descuidadamente, se olvidó al instante de su furia
 y un momento después bailaba por la habitación con Michael a la espalda.

-¡Con cuánta alegría bailamos! -dijo ahora la señora
 Darling, al recordarlo. -¡Nuestro último baile! -gimió
el señor Darling.  -Oh, George, ¿te acuerdas de que Michael me dijo
de pronto: «¿Cómo me conociste, mamá?»
-¡Ya lo creo que me acuerdo!
-Eran muy buenos, ¿no crees, George?
-Y eran nuestros, nuestros y ahora ya no los tenemos.

El baile terminó al aparecer Nana y por mala fortuna el señor Darling se chocó
con ella, llenándose los pantalones de pelos. No sólo eran pantalones nuevos, sino
que además eran los primeros que tenía en su vida con trencillas y tuvo que morderse
el labio para evitar las lágrimas. Como es lógico, la señora Darling
lo cepilló, pero él volvió a decir que era un error tener a un perro
de niñera.  -George, Nana es una joya.

-No lo dudo, pero a veces me da la desagradable impresión de que ve
 a los niños como si fueran perritos.
-Oh no, querido, estoy segura de que sabe que tienen alma.
-No sé yo -dijo el señor Darling pensativo-, no sé yo.
A su esposa le pareció que era la ocasión de hablarle del chiquillo. Al principio
rechazó la historia con desdén, pero se quedó muy serio cuando ella le mostró
la sombra. -No es de nadie que yo conozca -dijo, examinándola
cuidadosamente-, pero sí que tiene aire de pillastre. -¿Te acuerdas?

Todavía estábamos hablando de ello -dice el señor Darling-, cuando
entró Nana con la medicina de Michael. Nana, nunca volverás a llevar el frasco
en la boca y todo por mi culpa. Siendo como era un hombre fuerte, no hay
duda de que tuvo una actitud bastante tonta con lo de la medicina. Si alguna
debilidad tenía, ésta era creer que toda su vida había tomado medicinas
con valentía y por eso, en esta ocasión, cuando Michael rehuyó
la cuchara que Nana llevaba en la boca, dijo en tono reprobador:

-Pórtate como un hombre, Michael.
-No quiero, no quiero -lloriqueó Michael de malos modos. La señora Darling salió
 de la habitación para ir a buscarle una chocolatina y al señor Darling le pareció que
 aquello era una falta de firmeza. -Mamá, no lo malcríes -le gritó-. Michael, cuando
yo tenía tu edad me tomaba las medicinas sin rechistar. Decía: «Gracias, queridos
 padres, por darme remedios para ponerme bien.»
Él se creía de verdad que esto era cierto y Wendy, que ya estaba 
en camisón, también lo creía y dijo, para animar a Michael:
-Papá, esa medicina que tú tomas a veces es mucho peor, ¿verdad?
-Muchísimo peor -dijo el señor Darling con gallardía-, y me la tomaría ahora
mismo para darte un ejemplo, Michael, si no fuera porque he perdido
el frasco. No lo había perdido exactamente: se había encaramado
en medio de la noche a lo alto de un armario y lo había escondido
allí. Lo que no sabía era que la fiel Liza lo había encontrado y lo había vuelto
 a colocar en el estante de su lavabo.


-Yo sé dónde está, papá -exclamó Wendy, siempre feliz por ser
 útil-. Te lo traeré. Y salió corriendo antes de que pudiera detenerla. Al instante
se le bajaron los humos de una forma curiosísima. -John -dijo, estremeciéndose-
es un potingue asqueroso. Es esa cosa horrible, dulzona y pegajosa. -Será cosa
de un momento, papá -dijo John alegremente y entonces entró Wendy
corriendo con la medicina en un vaso. -Me he dado toda la prisa
 que he podido -dijo jadeando.  -Has sido maravillosamente rauda -contestó
 su padre, con una cortesía vengativa que a ella le pasó inadvertida.

-Primero Michael -dijo obstinado.
-Primero papá -dijo Michael, que era de natural desconfiado.
-Me voy a poner malo, ¿sabes? -dijo el señor Darling en tono amenazador.
-Vamos, papá -dijo John.
-Tú cállate, John -le espetó su padre. Wendy estaba muy desconcertada.
-Yo creía que no te costaba tomarla, papá.
-No se trata de eso -contestó él-. Se trata de que en mi vaso hay más que en la cuchara
de Michael. Su orgulloso corazón estaba a punto de estallar.
-Y eso no es justo; lo diría aunque estuviera a punto de dar mi último suspiro: eso no es justo.
-Papá, estoy esperando -dijo Michael con frialdad.
-Me parece muy bien que digas que estás esperando; yo también
estoy esperando. -Papá es un cobardica.
-Tú sí que eres un cobardica.
-Yo no tengo miedo.
-Tampoco tengo miedo yo.
-Pues entonces tómatela.
-Pues entonces tómatela tú. Wendy tuvo
 una espléndida idea. -¿Por qué no os la tomáis los dos a la vez?
-Claro -dijo el señor Darling-. ¿Estás preparado, Michael?
Wendy contó uno, dos, tres y Michael se tomó la medicina, pero el señor
 Darling se puso la suya detrás de la espalda.
Michael soltó un aullido de rabia y Wendy exclamó:
-¡Oh, papá!
-¿Qué quieres decir con eso de «Oh, papá»? -inquirió el señor Darling-.
 Deja de gritar, Michael. Me la iba a tomar, pero... fallé.

Era espantoso cómo lo miraban los tres, como si no lo admiraran.
-Escuchad todos -dijo en tono de súplica, tan pronto como Nana se hubo
metido en el cuarto de baño-, se me acaba de ocurrir una broma
estupenda. Pondré mi medicina en el tazón de Nana y se la beberá, creyendo
 que es leche. Era del color de la leche, pero los niños no tenían el sentido
del humor de su padre y lo miraron con reproche mientras vertía la medicina
en el tazón de Nana. -Qué divertido -dijo no muy convencido y ellos no
 se atrevieron a delatarlo cuando regresaron Nana y la señora Darling.

-Nana, perrita -dijo, dándole palmaditas-, te he puesto un poco 
de leche en el tazón, Nana. 

Nana agitó la cola, corrió hasta la medicina y se puso a lamerla.Y 
luego, qué mirada le echó al señor Darling, no una mirada 
de rabia: le mostró el gran lagrimal rojo que nos hace apiadarnos
tanto de los perros nobles y se metió arrastrándose en su perrera.
El señor Darling estaba avergonzadísimo de sí mismo, pero no
 cedió. En medio de un horrible silencio la señora Darling olisqueó 
el tazón. -Pero George -dijo-, ¡si es tu medicina!
-Sólo era una broma -rugió él, mientras ella consolaba a los chicos y Wendy
 abrazaba a Nana. -Pues sí que sirve de mucho -dijo él amargamente-, que yo me 
mate tratando de hacer gracias en esta casa.
Y Wendy seguía abrazando a Nana.
-Muy bien -gritó él-. ¡Mímala! A mí nadie me mima. ¡No, claro que no! Yo sólo 
soy el que trae el pan a esta casa, así que por qué habría que mimarme, 
¡a ver por qué, por qué, por qué! -George -le rogó la señora Darling-, no grites
 tanto, que ten van a oír los criados.

Por alguna razón habían adquirido la costumbre de llamara Liza los criados.
-Pues que me oigan -contestó él sin miramientos-. Que me oiga el mundo entero.
 Pero me niego a dejar que ese perro  siga haciéndose el amo del cuarto de mis niños
 una hora más. Los niños se echaron a llorar y Nana corrió hasta él suplicante, pero 
él la apartó. Volvía a sentirse un hombre fuerte.

-Es inútil, es inútil -exclamó-, el lugar que te corresponde es el patio
 y allí es donde te voy a atar en este mismo instante.
-George, George -susurró la señora Darling-, recuerda lo que te he dicho sobre 
ese chiquillo. Pero, ay, él no la escuchó. Estaba dispuesto a demostrar 
quién era el amo de esa casa y cuando las órdenes no consiguieron
hacer salir a Nana de su perrera, la sacó engatusándola con dulces 
palabras y agarrándola bruscamente, la arrastró fuera del cuarto 
de los niños. Todo aquello se debía a su carácter demasiado afectuoso, que ansiaba
ser objeto de admiración. Cuando la hubo atado en el patio trasero, el desdichado
padre se fue y se sentó en el pasillo, apretándose los ojos con los nudillos

Entretanto la señora Darling había metido a los niños en la cama
en medio de un inusitado silencio y había encendido sus lamparillas 
de noche. Oían ladrar a Nana y John dijo lloriqueando:-Es porque la está atanda
 en el patio.Pero Wendy era más perceptiva.

-Ése no es el ladrido de queja de Nana -dijo, sin sospechar lo que estaba
 a punto de ocurrir-, ése es el ladrido de cuando huele algún peligro.
¡Peligro!
-¿Estás segura, Wendy?
-Oh, sí.

La señora Darling se estremeció y se acercó a la ventana. Estaba bien
 cerrada. Miró hacia afuera y la noche estaba salpicada de estrellas. Estaban 
agrupándose alrededor de la casa, como si tuvieran curiosidad 
por ver lo que iba a pasar allí, pero ella no se dio cuenta 
de esto, ni de que una o dos de las más pequeñas le hacían 
guiños. No obstante, un miedo impreciso se apoderó de su corazón 
y le hizo exclamar:
-¡Ay, ojalá no tuviera que ir a una fiesta esta noche! Incluso Michael, que ya
 estaba medio dormido, se dio cuenta de que estaba preocupada y preguntó:
-Mamá, ¿es que hay algo que nos pueda hacer daño, después
 de encender las lamparillas de noche?
-No, mi vida, -dijo ella-,,son los ojos que una madre 
deja para proteger a sus hijos.

Fue de cama en cama cantándoles cosas bonitas y el pequeño
Michael le echó los brazos al cuello.
Mamá -exclamó-, estoy contento de tenerte.
Fueron las últimas palabras que le oiría pronunciar
durante mucho tiempo.  El número 27 sólo estaba a unas cuantas 
yardas de distancia, pero había caído una ligera nevada y los padres
 Darling caminaron con cuidado para no mancharse 
los zapatos. Ya eran las únicas personas que había en la calle y todas
las estrellas los observaban. Las estrellas son hermosas, pero no
pueden participar activamente en nada, tienen que limitarse a observar
eternamente. Es un castigo que les fue impuesto por algo que hicieron 
hace tanto tiempo que ninguna estrella se acuerda ya 
de lo que fue. Por ello, a las más viejas se les han puesto
los ojos vidriosos y rara vez hablan (el parpadeo es el lenguaje 
de las estrellas), pero las pequeñas todavía sienten 
curiosidad. No es que sean realmente amigas de Peter, el cual tiene
la traviesa costumbre de acercarse sigilosamente por detrás y tratar
de apagarlas de un soplido, pero como les gusta tanto
divertirse, esta noche se pusieron de su parte y estaban deseando
 que los mayores se quitaran de en medio. De modo que en cuanto 
la puerta del 27 se cerró tras el señor y la señora Darling hubo 
una conmoción en el firmamento y la más pequeña de todas 
las estrellas de la Vía Láctea gritó:

-¡Ahora, Peter!



Peter Pan - Alfaguara 



La Sombra




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