3 de noviembre de 2012

Relato de Milana - Migajas


Migajas

Una de las grandes ventajas de ser pequeño, aparte de que puedes
meterte en cualquier sitio, es que casi nadie repara 
en ti. No es que te ignoren, es que no existes. 

Hoy ha sido uno de esos días en los que he agradecido esa condición, ya que me 
ha permitido observarlo todo desde mi propia cama; un cojín de espuma 
y ganchillo que me hizo Elvira poco antes de morir.

Debía ser muy temprano, porque aun dormía cuando el ruido 
de unas voces me ha despertado. Hacía más de un año que no venían 
por aquí, justo el tiempo que hace de la muerte de Elvira. Al parecer, sus 
hijos habían decidido que esta mañana iban a llevarse los objetos 
de valor que había en casa.

Se han repartido el trabajo en un instante; ellas han empezado a vaciar 
cajones y armarios repartiendo su contenido en dos lotes; uno 
en el suelo, donde iba a parar todo aquello que no les interesaba. El otro, sobre
 la mesa del comedor. Los hombres, en cambio, han empezado a discutir 
sobre el valor de lo que ellas iban colocando sobre la mesa. El más pequeño 
de los hermanos era el único que no participaba en esa selección 
de reliquias. Siempre fue el más serio de todos, casi siempre callado y
con un libro entre las manos. Quizá por eso sus hermanos se referían a él
como “la rata de biblioteca”, a mí siempre me cayó bien, de hecho, fue 
al único al que Elvira le habló sobre mí.



Tomás ha permanecido sentado en la mecedora de su madre durante 
toda la mañana, pero sus hermanos están tan acostumbrados a que no se 
deje notar, que pronto se olvidan de que está ahí. A veces pienso que a pesar 
de su metro ochenta, es tan pequeño como yo. 

El reloj de pared tocaba las tres cuando Tomás se ha levantado. Se ha acercado
a la mesa del comedor y, sin decir nada, ha abierto una caja de
 madera. Eso ha hecho que sus hermanos se dieran cuenta 
de que seguía allí. Él, sin prestarles atención, ha  empezado a vaciarla 
con cuidado mientras lo observaban con avidez. Ha colocado los objetos 
sobre la mesa con delicadeza; un reloj infantil, un frasco de perfume, un
papel ceroso, un dedal niquelado, un broche de oro
 blanco, la dentadura de oro del abuelo y las alianzas 
de cuatro matrimonios.  A medida que las joyas aparecían sobre
la mesa, cada uno argumentaba por qué tal o cual cosa debía 
ser para él.  Tomás no ha dicho ni una sola palabra. Ha cogido
lo que parecía un trapo de cuadros, la hoja de papel y se ha 
acercado a mí con paso decidido. Cuando he querido darme 
cuenta, mi colchón y yo viajábamos en el coche de Tomás. “Tranquilo, 
nos vamos a casa.”- Me repetía como una oración cada vez 
que los saltos del coche me sacaban de mi cama.

Una vez en su casa, me ha colocado en una especie de recinto de madera 
en el que había una de esas galletas que me daba Elvira. Ha sacado 
algo del bolsillo de su pantalón y se ha sentado en el suelo. He reconocido 
los objetos de Elvira nada más verlos.


Tomás ha desplegado el papel y lo ha dejado abierto en el suelo, parecía 
el garabato de un corazón rodeado de letras de distinto tamaño. Después, igual
 que hizo con la hoja, ha desdoblado el trozo de tela; no era un trapo como 
yo creía, era una bolsa. 

Tomás se la ha acercado a la nariz y, mirándome de soslayo, me 
ha dicho; “Aquí está mi madre, rata, como su abrazo estaba 
dentro de cada bocadillo”. 

La galleta se está desmigando entre mis dedos. Han pasado dos horas desde 
que la cogí pero no he podido darle ni un solo bocado; no soy capaz de apartar
 la vista de la bolsa. Tomás sigue abrazado a esa bolsa vieja, pero Elvira 
aún no ha querido salir de ella.


Este relato inédito de la autora se ha publicado en este blog bajo su consentimiento

Una Ola Naranja
Vida latido dulzura



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