Migajas
Una de las grandes ventajas de ser pequeño, aparte de que puedes
meterte en cualquier sitio, es que casi nadie repara
en ti. No es que te ignoren, es que no existes.
Hoy ha sido uno de esos días en los que he agradecido esa condición, ya que me
ha permitido observarlo todo desde mi propia cama; un cojín de espuma
y ganchillo que me hizo Elvira poco antes de morir.
Debía ser muy temprano, porque aun dormía cuando el ruido
de unas voces me ha despertado. Hacía más de un año que no venían
por aquí, justo el tiempo que hace de la muerte de Elvira. Al parecer, sus
hijos habían decidido que esta mañana iban a llevarse los objetos
de valor que había en casa.
Se han repartido el trabajo en un instante; ellas han empezado a vaciar
cajones y armarios repartiendo su contenido en dos lotes; uno
en el suelo, donde iba a parar todo aquello que no les interesaba. El otro, sobre
la mesa del comedor. Los hombres, en cambio, han empezado a discutir
sobre el valor de lo que ellas iban colocando sobre la mesa. El más pequeño
de los hermanos era el único que no participaba en esa selección
de reliquias. Siempre fue el más serio de todos, casi siempre callado y
con un libro entre las manos. Quizá por eso sus hermanos se referían a él
como “la rata de biblioteca”, a mí siempre me cayó bien, de hecho, fue
al único al que Elvira le habló sobre mí.
Tomás ha permanecido sentado en la mecedora de su madre durante
toda la mañana, pero sus hermanos están tan acostumbrados a que no se
deje notar, que pronto se olvidan de que está ahí. A veces pienso que a pesar
de su metro ochenta, es tan pequeño como yo.
El reloj de pared tocaba las tres cuando Tomás se ha levantado. Se ha acercado
a la mesa del comedor y, sin decir nada, ha abierto una caja de
madera. Eso ha hecho que sus hermanos se dieran cuenta
de que seguía allí. Él, sin prestarles atención, ha empezado a vaciarla
con cuidado mientras lo observaban con avidez. Ha colocado los objetos
sobre la mesa con delicadeza; un reloj infantil, un frasco de perfume, un
papel ceroso, un dedal niquelado, un broche de oro
blanco, la dentadura de oro del abuelo y las alianzas
de cuatro matrimonios. A medida que las joyas aparecían sobre
la mesa, cada uno argumentaba por qué tal o cual cosa debía
ser para él. Tomás no ha dicho ni una sola palabra. Ha cogido
lo que parecía un trapo de cuadros, la hoja de papel y se ha
acercado a mí con paso decidido. Cuando he querido darme
cuenta, mi colchón y yo viajábamos en el coche de Tomás. “Tranquilo,
nos vamos a casa.”- Me repetía como una oración cada vez
que los saltos del coche me sacaban de mi cama.
Una vez en su casa, me ha colocado en una especie de recinto de madera
en el que había una de esas galletas que me daba Elvira. Ha sacado
algo del bolsillo de su pantalón y se ha sentado en el suelo. He reconocido
los objetos de Elvira nada más verlos.
Tomás ha desplegado el papel y lo ha dejado abierto en el suelo, parecía
el garabato de un corazón rodeado de letras de distinto tamaño. Después, igual
que hizo con la hoja, ha desdoblado el trozo de tela; no era un trapo como
yo creía, era una bolsa.
Tomás se la ha acercado a la nariz y, mirándome de soslayo, me
ha dicho; “Aquí está mi madre, rata, como su abrazo estaba
dentro de cada bocadillo”.
La galleta se está desmigando entre mis dedos. Han pasado dos horas desde
que la cogí pero no he podido darle ni un solo bocado; no soy capaz de apartar
la vista de la bolsa. Tomás sigue abrazado a esa bolsa vieja, pero Elvira
aún no ha querido salir de ella.
Este relato inédito de la autora se ha publicado en este blog bajo su consentimiento
Una Ola Naranja
Vida latido dulzura
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