5 de febrero de 2013

Jaime Gil de Biedma - Retrato del artista en 1956


Las islas de Circe (Fragmento)


[…]

Me conozco a mí mismo tan demasiado bien... La sólita resaca moral después de un período movido, distraído y absorbente. Deseo de no ver a absolutamente a nadie por hartazgo de mi propia persona y de mi necesidad de estar con los demás. Hartazgo físico también: fatiga de tener dos amantes fijos y otros dos que aspiran el empleo. Estoy en dique seco y así deseo seguir. Si solamente no supiese que en poquísimo tiempo subirá la mareo y el ciclo empezará otra vez. Me recuerdo siempre así. 
Mi narcisismo de adolescente fue a muy positivo, era un impulso que me llevaba hacia mí. A esa edad raramente es uno vanidoso, lo viene a ser después, cuando ya ha descubierto que nuestra imagen íntima de nosotros mismos es irremeciablemente menos dócil a nuestras artes  cosméticas que las que alcanzamos a reflejar en los demás. En ésta nos refugiamos para huir aunque sólo sea por un rato de la verificación inevitable, tras cada mutación intelectual o anímica, de la misma empecinada incapacidad de ir más allá de uno mismo. Entre las fascinación intelectual de conocerse y el instintivo horror a reconocerse hay sólo una transición de pocos aÑos. A la vuelta de ellos, los amigos íntimos con frecuencia nos son insoportable; los desconocidos siempre serán atrayentes aunque por desdicha duran poco.
El problema en mí se agrava porque soy todo menos espontáneo: existe un hiato intelectual que percibo demasiado bien entre el que me siendo siendo y el que me siento ser y comportarse. Este es un simulacro tan calculado y deliberado del otro, una imitación falsa de tanta falsedad que el original acaba por resultarme también sospechoso. Más o menos, como si Narciso se disfrazara de sí mismo para poseerse, lo cual entra ya en el dominio de las fantasmagóricas eróticas fetichistas; la satisfacción es imposible y la autodegradación inevitable.
Recuerdo ahora dos aforismos de Wilde entre los que sirven de pórtico al Dorian Gray: la aversión del siglo XIX al idealismo es la rabia de Calibán al no ver su rostro en el espejo. Creo que cito literalmente según la traducción de Julio Gómez de la Serna que leí a los trece años. Quizá no supiese entonces quién era Calibán, pero sí que sabía muy bien quién era Narciso. Lo curioso, pues, es que el rapprochement entre Narciso y Calibán no me viene de Auden, en The Sea and the Mirror, sino de ahí, de mucho más lejos, al menos en su origen. Narciso era un aprendiz de Calibán y lo que empieza siendo pasión del intelecto acaba en resaca del espíritu, en pasión del ánimo y del hígado:


Livideces y palideces
Y monstruos de realidad.
Y la terrible verdad
Mucho más clara que otras veces. 


Antes y después, pasión que lleva a la muerte: el acto de besar la propia imagen en el agua se convierte en la acción mortal de romperla. Lástima de mito bellísimo y equívoco acerca de la fascinación y la miseria de poseerse – The Picture of Dorian Gray -, malogrado por el exceso de memez decadentista, por el exceso de sugerida truculencia pecaminosa, por la falta de ironía y sobre todo por aquél insoportable Lord Henry Wotton, con su ametralladora de disparar paradojas.

[…]


Jaime Gil de Biedma 
Retrato del artista en 1956
Peninsula

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