Nunca he sabido calcular las distancias
y debe ser por eso
que siempre me acerco demasiado
al abismo de vivir.
Me acerco tanto
que la vida, de vez en cuando,
me chamusca las pestañas
y en ocasiones me hiela la palabra.
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El gato de mi vecina
me mira desde un estrecho alféizar
en la ventana de un octavo piso.
Es la primera visión de la mañana.
Me mira con sus ojos alargados y verdes
en medio de un grumo de pelo blanco
y permanece quieto, como si fuera de
porcelana.
Abajo, un patio, también estrecho,
de baldosas rojas
y una caída profunda
como la vida.
Me pregunto por qué se atreve
a sentarse en ese borde peligroso,
por qué instinto primario
se arriesga a la libertad
de mirar tejados.
Nos parecemos bastante,
a mí también me gusta
bordear los límites
del patio en el que vivo.
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Cómo aprender a volar
Olifante ediciones