5 de noviembre de 2011

Robert Graves - Fragmento de la introducción Mitos griegos

Los emisarios medievales de la Iglesia Católica llevaron a Gran Bretaña, además de todo el cuerpo de la historia sagrada, un sistema universitario continental basado en los clásicos griegos y latinos.

Las leyendas autóctonas como las del rey Arturo, Guy de Warwick, Robín Hood, la Bruja Azul de Leicester y el rey Lear eran consideradas lo bastante adecuadas para el vulgo; sin embargo,a comienzos de la época de los Tudor, el clero y las clases
cultas se referían con mucha más frecuencia a los mitos que se encuentran en Ovidio, Virgilio y en los resúmenes de las escuelas de enseñanza elemental sobre la Guerra de Troya. Aunque, en consecuencia, no se puede comprender debidamente la literatura oficial inglesa de los siglos XVI al XIX sino a la luz de la mitología griega, los clásicos han perdido últimamente tanto terreno en las escuelas y universidades que ya no se espera que una persona culta sepa (por ejemplo) quiénes pueden haber sido Deucalión, Pélope, Dédalo, Enone, Laocoonte o Antígona. 
El conocimiento actual de estos mitos se deriva principalmente de versiones de cuentos de hadas como las de Heroes de Kingsley y Tanglewood Tales de Hawthorne; y a primera vista esto no parece tener mucha importancia, porque durante los dos últimos milenios ha estado de moda descartar los mitos por considerarlos fantasías extrañas y quiméricas, un legado encantador de la infancia de la inteligencia griega, que la Iglesia naturalmente menosprecia para destacar lamayor importancia espiritual de la Biblia. 

Sin embargo, es difícil sobreestimar su valor en el estudio de la historia, la religión y la sociología europeas primitivas.

«Quimérico» es una forma adjetival del sustantivo quimera, que significa «cabra». Hace cuatro mil años la Quimera no puede haber resultado más fantástica que cualquier emblema religioso, heráldico o comercial en la actualidad. Era un animal solemne de forma compuesta que tenía (como indica Homero) cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de serpiente. Se ha encontrado una Quimera grabada en las paredes de un templo hitita de Carquemis y, lomismo que otros animales compuestos, como la Esfinge y el Unicornio,debió de ser originalmente un símbolo calendario: cada componente representaba una estación del año sagrado de la reina del Cielo, como lo hacían también, según Diodoro de Sicilia, las tres cuerdas de su lira de concha de tortuga. Nilsson trata de este antiguo año de tres estaciones en su Primitive Time Reckoning (1920).

Sin embargo, sólo una pequeña parte del cuerpo enorme y desorganizado de la mitología griega, que contiene importaciones de Creta, Egipto, Palestina, Frigia, Babilonia y otras regiones, puede ser clasificada correctamente, con la Quimera, como verdadero mito. El verdadero mito se puede definir como la reducción a taquigrafía narrativa de la pantomima ritual realizada en los festivales públicos y registrada gráficamente en muchos y casos en las paredes de los templos, en jarrones, sellos, tazones, espejos, cofres, escudos, tapices, etc. La Quimera y los otros animales del calendario deben de haber figurado prominentemente en esas representaciones dramáticas que, a través de sus registros iconográficos y orales, se convirtieron en la primera autoridad o carta constitucional de las instituciones religiosas de cada tribu, clan o ciudad. Sus temas eran actos de magia arcaicos que promovían la fertilidad o la estabilidad del reino sagrado de una reina o un rey —los de las reinas habían precedido, según parece, a los de los reyes en toda la zona de habla griega— y enmiendas de aquéllos introducidas de acuerdo con lo que requerían las circunstancias.

El ensayo de Luciano Sobre la danza registra un número imponente de pantomimas rituales que todavía se ejecutaban en el siglo II d. de C.; y la descripción de Pausanias de las pinturas del templo de Delfos y de las tallas del Cofre de Cipselo indica que una cantidad inmensa de inscripciones mitológicas misceláneas, de las que no queda actualmente rastro alguno, sobrevivía en el mismo período.

El verdadero mito debe distinguirse de:
1. La alegoría filosófica, como la cosmogonía de Hesíodo.
2. La explicación «etiológica» de mitos que ya no se comprenden, como el uncimiento por parte de Admeto de un león y un jabalí  su carro.
3. La sátira o parodia, como el relato de Sueno sobre la Atlántida.
4. La fábula sentimental, como el relato de Narciso y Eco.
5. La historia recamada, como la aventura de Arión con el delfín.
6. El romance juglaresco, como la fábula de Céfalo y Procris.
7. La propaganda política, como la Federalización del Ática por Teseo.
8. La leyenda moral, como la historia del collar de Erifile.
9. La anécdota humorística, como la farsa de Heracles, Ónfale y
Pan en el dormitorio.
10. El melodrama teatral, como el relato de Téstor y sus hijas.
11. La saga heroica, como el argumento principal de la Ilíada.
12. La ficción realista, como la visita de Odiseo a los Feacios

Sin embargo, pueden hallarse auténticos elementos míticos incrustados en las fábulas menos prometedoras, y la versión más completa o más esclarecedora de un mito determinado Tara vez la proporciona un solo autor; cuando se busca su forma original tampoco se puede dar por supuesto que cuanto más antigua sea la fuente escrita, tanto más autorizada ha de ser. Con frecuencia, por ejemplo, el travieso alejandrino Calímaco o el frívolo Ovidio augustal, o el sumamente aburrido Tzetzes, del último período bizantino, dan una versión de un mito evidentemente anterior a la que dan Hesíodo o los trágicos griegos; y la Excidium Troiae del siglo XIII es, en partes, míticamente más fidedigna que la Ilíada.

Cuando se quiere explicar una narración mitológica o seudo-mitológica se debe prestar siempre una atención cuidadosa a los nombres, el origen tribal y los destinos de los personajes que en ella figuran y luego darle de nuevo la forma de ritual dramático, con lo cual sus elementos incidentales sugerirán a veces una analogía con otro mito al que se ha dado una torsión anecdótica completamente diferente y arrojarán luz sobre los dos.

Un estudio de la mitología griega debería comenzar con un análisis de los sistemas políticos y religiosos que prevalecían en Europa antes de la llegada de los invasores arios procedentes del norte y del este. Toda la Europa neolítica, a juzgar por los artefactos y mitos sobrevivientes, poseía un sistema dé ideas religiosas notablemente homogéneo, basado en la adoración de la diosa Madre de muchos títulos, que era también conocida en Siria y Libia.


La Europa antigua no tenía dioses. A la Gran Diosa se la consideraba inmortal, inmutable y omnipotente; y en el pensamiento religioso no se había introducido aun el concepto de la paternidad.

Tenía amantes, pero por placer, y no para proporcionar un padre a sus hijos. Los hombres temían, adoraban y obedecían a la matriarca, siendo el hogar que ella cuidaba en una cueva o una choza su más primitivo centro social y la maternidad su principal misterio. Por lo tanto, la primera víctima de un sacrificio público griego era ofrecida siempre a Hestia, diosa del Hogar. La imagen blanca y anicónica de la diosa, quizás su emblema más difundido, que aparece en Delfos como el omphalos u ombligo, puede haber representado originalmente el elevado montón blanco de ceniza apretadamente acumulada que encerraba el carbón encendido, y que constituye el medio más fácil de conservar el fuego sin humo.

Más tarde se identificó gráficamente con el montón blanqueado con cal bajo el cual se ocultaba el muñeco de cereal de la cosecha, que se sacaba germinando en la primavera; o con el montón de conchas marinas, o cuarzo, o mármol blanco, bajo el cual se enterraba a los reyes difuntos.  No sólo la luna, sino también (a juzgar por Hemera de Grecia y Grainne de Irlanda) el sol eran los símbolos celestiales de la diosa. Sin embargo, en la mitología griega más antigua, el sol cede la precedencia a la luna, que inspira el mayor temor supersticioso, no se oscurece al declinar el año y tiene como atributo el poder de conceder o negar el agua a los campos.


Las tres fases de la luna nueva, llena y vieja recordaban las tres fases de doncella, ninfa (mujer núbil) y vieja de la matriarca.

Luego, puesto que el curso anual del sol recordaba igualmente el desarrollo y la declinación de sus facultades físicas —en la primavera doncella, en el verano ninfa y en el invierno vieja— la diosa llegó a identificarse con los cambios de estación en la vida animal y vegetal; y en consecuencia con la Madre Tierra, quien al principio del año vegetativo sólo produce hojas y capullos, luego flores y frutos y al final deja de producir. Más tarde se la pudo concebir como otra tríada: la doncella del aire superior, la ninfa de la tierra o el mar, y la vieja del mundo subterráneo, representadas, respectivamente, por Selene, Afrodita y Hécate. Estas analogías místicas fomentaron el carácter sagrado del número tres, y la diosa Luna aumentó hasta nueve sus facetas cuando cada una de las tres personas —doncella, ninfa y anciana— apareció en tríada para demostrar su divinidad. Sus devotos nunca olvidaron por completo que no existían tres diosas, sino una sola, aunque en la época clásica el templo de Estínfalo en Arcadia era uno de los pocos subsistentes donde todas ellas llevaban el mismo nombre: Hera.


Una vez admitida oficialmente la relación entre el coito y el parto —un relato de este momento decisivo en la religión aparece en el mito hitita del cándido Appu (H. G. Güterbock: Kumarbi, 1946)— la posición religiosa del hombre mejoró poco a poco y se dejó de atribuir a los vientos o los ríos la preñez de las mujeres.

Parece ser que la ninfa o reina tribal elegía un amante anual entre los hombres jóvenes que la rodeaban, un rey que debía ser sacrificado cuando terminaba el año, haciendo de él un símbolo de la fertilidad más bien que el objeto de su placer erótico. Su sangre se rociaba para que fructificasen los árboles, las cosechas y los rebaños, y su carne era, según parece, comida cruda por las ninfas compañeras de la reina —sacerdotisas que llevaban máscaras de perras, yeguas o cerdas. Luego, como una modificación de esta
práctica, el rey moría tan pronto como el poder del sol, con el que se identificaba, comenzaba a declinar en el verano, y otro joven, mellizo suyo, o supuesto mellizo —un antiguo término irlandés muy apropiado es “tanist”— se convertía en el amante de la reina, para ser debidamente sacrificado en pleno invierno y, como recompensa, reencarnarse en una serpiente oracular. Estos consortes adquirían el poder ejecutivo sólo cuando se les permitía representar a la reina llevando sus vestiduras mágicas. Así comenzó la monarquía sagrada y, aunque el sol se convirtió en un símbolo de la fertilidad masculina una vez identificada la vida del rey con el curso de sus estaciones, siguió estando bajo la tutela de la Luna, así como el rey siguió bajo la tutela de la reina, al menos en  Heredero famoso de los jefes gaélicos elegido en vida de éstos.

Teoría, hasta mucho tiempo después de haber sido superada la fase matriarcal. Así pues, las brujas de Tesalia (una región conservadora) solían amenazar al Sol, en nombre de la Luna, con envolverlo en una noche perpetua. Sin embargo, no hay prueba alguna de que, ni siquiera cuando las mujeres ejercían la soberanía en las cuestiones religiosas, se negaran a los hombres algunos campos en los que pudieran actuar sin la supervisión femenina; aunque es muy posible que adoptaran muchas de las características del «sexo más débil» hasta entonces consideradas funcionalmente propias del hombre. Se les podía confiar la caza, la pesca, la recolección de ciertos alimentos, el cuidado de manadas y rebaños y la ayuda para defender el territorio tribal contra los intrusas, con tal que no trasgredieran la ley matriarcal. Se elegían jefes de los clanes totémicos y se les concedían ciertos poderes, especialmente en tiempo de migración o guerra. Las reglas para determinar quién debía actuar como supremo jefe varón variaban, según parece, en los diferentes matriarcados: habitualmente se elegía al tío materno de la reina, o a su hermano, o al hijo de su tía materna. El jefe supremo de la tribu más primitiva tenía también autoridad para actuar como juez en las disputas personales entre hombres, con tal de que no se menoscabase con ello la autoridad religiosa de la reina. La sociedad matrilineal más primitiva que sobrevive en la actualidad es la de los hogares de la India meridional, donde las princesas, aunque se casan con maridos niños de los que se divorcian inmediatamente, tienen hijos con amantes de cualquier posición social; y las princesas de varias tribus matrilineales del África Occidental se casan con extranjeros o plebeyos. Las mujeres de la realeza griega pre-helénica también consideraban como cosa corriente tomar amantes entre sus siervos, si las Cien Casas de Lócride y los locros epicefirios no fueron excepcionales.

Al principio se calculaba el tiempo por las fases de la luna, y toda ceremonia importante se realizaba en una de esas fases; los solsticios y equinoccios no eran determinados con exactitud sino por aproximación a la siguiente luna nueva o llena. El número siete adquirió una santidad peculiar porque el rey moría en la séptima luna llena después del día más corto. Inclusive cuando, tras una cuidadosa observación astronómica, se demostró que el año solar tenía 364 días, con algunas horas más, hubo que dividirlo en
meses —es decir ciclos lunares— antes que en fracciones del ciclo solar. Esos meses se convirtieron más tarde en lo que el mundo de habla inglesa sigue llamando “common-law months” (meses de derecho consuetudinario), cada uno de veintiocho días; el veintiocho era un número sagrado, en el sentido de que la luna podía ser adorada como una mujer, cuyo ciclo menstrual es normalmente de veintiocho días, y que éste es también él verdadero período de las revoluciones de la luna en función del sol. La semana de siete días era una, unidad del mes de derecho consuetudinario, y el carácter de cada día se deducía, al parecer, de la cualidad atribuida al correspondiente mes de la vida del rey sagrado.

Este sistema llevó a una identificación todavía más íntima de la mujer con la luna y, puesto que el año de 364 días es exactamente divisible por veintiocho, la serie anual de los festivales populares se podía engranar con esos meses prescritos por la costumbre.
Como tradición religiosa, los años de trece meses sobrevivieron entre los campesinos europeos durante más de un milenio después de la adopción del Calendario Juliano; así Robín Hood, quien vivió en la época de Eduardo II, pudo exclamar en una balada que celebraba el festival del Primero de Mayo:

¿Cuántos meses felices hay en el año?  Hay trece, digo lo que un editor Tudor ha alterado cambiándolo por «Sólo hay doce, digo...». Trece, el número del mes de la muerte del sol, nunca ha perdido su mala reputación entre los supersticiosos. Los días de la semana estaban a cargo de los Titanes: los genios del sol, de la luna y de los cinco planetas descubiertos hasta entonces, que eran responsables de ellos ante la diosa como Creadora. Este sistema se desarrolló probablemente en la matriarcal Sumeria.

Así el sol pasaba por trece etapas mensuales que comenzaban en el solsticio de invierno, cuando los días vuelven a alargarse después de su larga decadencia otoñal. El día extra del año sideral, obtenido del año solar mediante la revolución de la tierra alrededor de la órbita del sol, fue intercalado entre el mes decimotercero y el primero, y se convirtió en el día más importante de los 365, la ocasión en que la ninfa tribal elegía el rey sagrado, generalmente el vencedor en una carrera, una lucha o un torneo de arqueros. Pero este calendario primitivo sufrió modificaciones: en algunas regiones el día extra parece haber sido intercalado, no en el solsticio de invierno, sino en algún otro Año Nuevo, en el día de la Candelaria, cuando se hacen evidentes las primeras señales de la primavera; en el equinoccio de primavera, cuando se considera que el sol llega a la madurez; o en el solsticio estival; o en el orto de Sirio, cuando se produce la creciente del Nilo; o en el equinoccio otoñal, cuando caen las primeras lluvias.

La mitología griega primitiva se relaciona, sobre todo, con las cambiantes relaciones entre la reina y sus amantes, que comienzan con sus sacrificios anuales o bi-anuales y terminan, en la época en que se compuso la Ilíada y los reyes se jactaban de que «¡Somos mucho mejores que nuestros padres!», con el eclipse de aquélla por una monarquía masculina ilimitada. Numerosas analogías africanas ilustran las etapas progresivas de este cambio.

Una gran parte del mito griego es historia político-religiosa. Belerofonte, por ejemplo, doma a Pegaso, el caballo alado, y mata a la Quimera. Perseo, en una variante de la misma leyenda, vuela a través del aire y decapita a la madre de Pegaso, la gorgona Medusa; Marduk, un héroe babilonio, mata a la monstruosa Tiamat, diosa del Mar. El nombre de Perseo debería escribirse propiamente Pterseus, «el destructor»; y éste no era, como ha sugerido el profesor Kerenyi, una representación arquetípica de la Muerte, sino que, probablemente, representaba a los helenos patriarcales que invadieron Grecia y el Asia Menor a comienzos del segundo milenio a. de C., y desafiaron el poder de la Triple Diosa. Pegaso le fue consagrado porque el caballo, con sus cascos en forma de luna, figuraba en las ceremonias para producir lluvia y en la instalación de los reyes sagrados; sus alas simbolizaban una naturaleza celestial más bien que la velocidad. Jane Harrison ha señalado que Medusa era en un tiempo la diosa misma que se ocultaba tras una máscara profiláctica de gorgona: un rostro espantoso cuyo fin era el de prevenir al profano contra la violación de sus Misterios. Perseo decapita a Medusa, es decir, los helenos saquearon los principales templos de la diosa, despojaron a sus sacerdotisas de sus máscaras de gorgonas y se apoderaron de sus caballos sagrados —una representación primitiva de la diosa con cabeza de Gorgona y cuerpo de yegua se ha encontrado en Beocia. Belerofonte, el doble de Perseo, mata a la Quimera licia: es decir que los helenos anularon el antiguo calendario medusino y lo reemplazaron con otro.


Asimismo, la destrucción por Apolo de Pitón en Delfos parece registrar la captura por parte de los aqueos del templo de la diosa Tierra cretense; y lo mismo se puede decir de la intentada violación de Dafne, a quien Hera metamorfoseó inmediatamente en un laurel. Este mito ha sido citado por psicólogos freudianos como un símbolo del horror instintivo que siente una muchacha por el acto sexual; pero Dafne era todo menos una virgen asustada. Su nombre es una contracción de Daphoene, «la sanguinaria», la diosa en estado de ánimo orgiástico, cuyas sacerdotisas, las Ménades, masticaban hojas de laurel para embriagarse y periódicamente salían corriendo en noches de luna llena asaltando a viajeros incautos y despedazando a niños o animales jóvenes; el laurel contiene cianuro de potasio. Estos colegios de Ménades fueron suprimidos por los helenos y sólo el bosquecillo de laurel testimoniaba que Daphoene había ocupado anteriormente los templos: la masticación de laurel por alguien que no fuera la sacerdotisa profética de Belfos, a la que Apolo conservaba a su servicio en ese templo, estuvo prohibida en Grecia hasta la época romana.


Las invasiones helénicas de comienzos del segundo milenio a.de C., llamadas habitualmente eólica y jónica, parecen haber sido menos destructoras que la aquea y la doria, a las que precedieron.

Pequeña bandas armadas de pastores que adoraban a la trinidad de dioses aria —Indra, Mitra y Varuna— cruzaron la barrera natural del monte Otris y se adhirieron, bastante pacíficamente, a las colonias pre-helénicas de Tesalia y Grecia Central. Fueron aceptados como hijos de la diosa local y proporcionaron a ésta reyes sagrados.

De este modo una aristocracia militar masculina se reconcilió con la teocracia femenina no sólo en Grecia, sino también en Creta, donde los helenos consiguieron establecerse y exportar la civilización cretense a Atenas y el Peloponeso. Con el tiempo llegó a hablarse el griego en todo el Egeo y, en la época de Herodoto, solamente un oráculo hablaba en un lenguaje pre-helénico. El rey actuaba como el representante de Zeus, o Posidón, o Apolo, y se hacía llamar por uno u otro de esos nombres, aunque Zeus fue durante siglos un mero semidiós y no una divinidad olímpica inmortal. Todos los mitos primitivos sobre la seducción de ninfas por los dioses se refieren, al parecer, a casamientos entre caudillos helenos y sacerdotisas de la Luna locales; a los que se oponía enconadamente Hera, o sea el sentimiento religioso conservador.

Cuando la brevedad del reinado del rey empezó a resultar fastidiosa se convino en prolongar el año de trece meses hasta el Gran Año de cien lunaciones, al final del cual se produce una casi coincidencia del tiempo solar y el lunar. Pero como todavía había que fructificar los campos y las cosechas, el rey accedía a sufrir una falsa muerte anual y a ceder su soberanía durante un día —el intercalado, que quedaba fuera del año sideral sagrado— al rey niño substituto, o interrex, que moría a su término y cuya sangre era utilizada para la ceremonia de la aspersión. Luego el rey sagrado, o bien gobernaba durante todo el período de un Gran Año, con un «tanista» como lugarteniente, o los dos reinaban durante años alternos, o bien la reina les permitía dividir el reino en dos mitades y reinar concurrentemente. El rey representaba a la reina en muchas funciones sagradas, se ataviaba con las vestiduras de ella, llevaba pechos falsos, tomaba prestada su hacha lunar como un símbolo de poder e incluso se encargaba de su arte mágico de producir la lluvia. Su muerte ritual variaba mucho en los detalles; podía ser despedazado por mujeres feroces, traspasado con una lanza de pastinaca, derribado con un hacha, pinchado en el talón con una flecha envenenada, arrojado por un acantilado, quemado en una pira, ahogado en un estanque o muerto en un accidente de carro preparado de antemano. Pero debía morir. Se llegó a una nueva etapa cuando los niños fueron sustituidos por animales en el altar del sacrificio y el rey se negaba a morir una vez finalizado su prolongado reinado. Después de dividir el reino en tres partes y de conceder una parte a cada uno de sus sucesores, reinaba durante otro período de tiempo con la excusa de que se había descubierto una aproximación más estrecha del tiempo solar y el lunar, a saber diecinueve años o 325 lunaciones. El Gran Año se había convertido en un Año Mayor.

Durante estas etapas sucesivas, reflejadas en numerosos mitos, el rey sagrado seguía manteniendo su posición sólo por derecho de matrimonio con la ninfa tribal, que era elegida bien como resultado de una carrera pedestre entre sus compañeras de la casa real, o bien por ultimogenitura, es decir, por ser la hija núbil más joven de la rama más reciente. El trono seguía siendo matrilineal, como lo era teóricamente incluso en Egipto, y, en consecuencia, el rey sagrado y su «tanista», eran elegidos siempre fuera de la
casa real femenina; hasta que algún rey osado decidió por fin cometer incesto
 con la heredera, considerada como su hija, y conseguir así un nuevo derecho al trono cuando hubiese que renovar su reinado.

Las invasiones aqueas del siglo XIII a. de C. debilitaron gravemente la tradición matrilineal. Al parecer, el rey se las ingeniaba para reinar durante toda su vida natural; cuando llegaron los dorios, hacia el final del segundo milenio, la sucesión patriarcal se convirtió en regla. Un príncipe ya no abandonaba la casa de su padre y se casaba con una princesa extranjera; ella iba a vivir con él, como hizo Penélope convencida por Odiseo. La genealogía sehizo patrilineal, aunque un episodio samio mencionado en la Vida de Homero del seudo Herodoto demuestra que durante algún tiempo después de que las Apaturias, o sea el Festival del Parentesco Masculino, habían reemplazado al del Parentesco Femenino, los ritos consistían todavía en sacrificios a la Diosa Madre a los que no podían asistir los hombres.

Entonces se convino en el sistema familiar olímpico como una transacción entre los puntos de vista helénico y pre-helénico: una familia divina de seis dioses y seis diosas, encabezada por los cosoberanos Zeus y Hera, que formaba un Consejo de Dioses al estilo de Babilonia. Pero tras una rebelión de la población prehelénica, descrita en la Ilíada como una conspiración contra Zeus, Hera quedó subordinada a aquél, Atenea se declaró «totalmente en favor del Padre» y al final Dioniso aseguró la preponderancia masculina en el Consejo desalojando a Hestia. Sin embargo, las diosas, aunque quedaron en minoría, no llegaron nunca a ser excluidas por completo —como lo fueron en Jerusalén— porque los venerados poetas Homero y Hesíodo «habían dado a las deidades sus títulos y distinguido sus diversas incumbencias y facultades especiales.


"Los Mitos griegos"
Alianza Editoral

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