El estado de crisis es el estado natural del mundo: guerra tras guerra, invento tras invento, volumen de ventas sobre tasa de suicidio, hambrunas sobre perfumes de lujo. En el mundo todo se mezcla. En el mundo todo se pega con todo, salvo el amor. El amor no pega con nada, no está en ninguna parte. Escasea. Escasea. Como el pan en los periodos de guerra, como el aliento en la garganta de los moribundos. Escasea como el tiempo en los juegos de la infancia. Y es que para amar hace falta tiempo, tanto tiempo que el tiempo no basta para responder a las necesidades de nuestro amor, a nuestras demandas de voz, de sangre, de sangre láctea en la voz firmamento. El cometa del amor solo pasa rozando nuestro corazón una vez cada eternidad. Hay que estar vigilante para verlo, hay que esperar mucho tiempo, mucho tiempo,mucho tiempo. Ese es el estado natural del amor, es ese el estado primigenio, la maravilla de su naturaleza: esperar, esperar, esperar. Lo más lejos de la precipitación y del ruido. Lo más lejos de cualquier crisis. Esperar apaciblemente. Esperar pacientemente. El amor -y la poesía que es su consciencia aérea, su aspecto más humilde, su rostro a despertar- es la profundidad de la espera, dulzura de la espera. Esperanza dulce y profunda y luminosa.
La poesía, el final de todo cansancio, la rosa del amor en las nieves de la lengua, la flor del alma al filo de los labios. Es en ese siglo, en esa furia por las hazañas, por las deudas de sangre y por las guerras de honor, cuando los trovadores toman el nombre de una mujer entre sus dientes y dejan elevar su canto, una llama azul en el cielo despejado.
Ediciones Árdora Express
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