27 de enero de 2012

Fogonazos de metralla - Dora Muñoz



Fogonazos de metralla






¿Quién será esta señora que está tan segura de que nos conocemos? Como no parece que vaya a cejar en su empeño le diré que sí, que ya la recuerdo. Pero no, no le basta, ahora quiere saber quién es. ¿Y eso tengo que decírselo yo?, pues que lo diga ella, a ver quién la va a conocer mejor que ella misma. Aunque ahora que la miro, me recuerda a una novia que tuve hace años. ¿Qué debió ser de ella?, tengo que preguntárselo cuando la vea.

–Me recuerda usted a Lupe, una enfermera que conocí cuando me ingresaron en el hotel Palace de Madrid, que habían convertido en hospital. Llegué allí con la pierna derecha destrozada por la metralla. Acababa de cumplir 18 años y hacía menos de dos meses que habían reclutado a mi quinta, la del biberón.


Seguramente fue una suerte caer herido, muchos de mis compañeros murieron después en el frente a donde yo ya no volví. Lupe también era muy joven y era mi enfermera. Cuando llegué los médicos sacaron la metralla y al cabo de unos días decidieron que tenían que cortarme la pierna. La insistencia de Lupe en que esperaran un poco para ver cómo evolucionaban las curas que ella me hacía convenció al médico, a pesar de creer que eso iba a alargar mi estancia en el hospital, donde las plazas eran tan necesarias. Lupe tuvo razón, su dedicación a mis heridas consiguió que mi pierna se recuperase. Por la mañana me curaba a mí el primero y luego seguía con los demás heridos. Había muchos, españoles y extranjeros, todos jóvenes, pero ninguno más que yo. Nos enamoramos, aunque nuestra relación duró solo mientras estuve allí: casi un mes. Después me mandaron a casa como mutilado de guerra. No volví a verla. Ahora la veo bastante, viene a verme de vez en cuando con su cofia y su delantal bien blancos, y la capa negra de paño grueso, la misma con la que se tapaba entonces por las noches, cuando todos dormían y se acercaba a estar conmigo un rato.





Vaya, parece que no le ha gustado la respuesta, pone cara de impaciencia y dice que piense bien, que haga un esfuerzo para recordar. Le voy a hacer caso, la pobre parece que está a punto de echarse a llorar, así que la miro e intento hacer lo que me dice.

–¡A ver si va usted a ser la madre de Rosa!, porque se parece mucho a ella. Pero no, no lo es, seguro, ella siempre va vestida de negro y sería imposible que se pusiera ese vestido de colores que usted lleva. ¿Usted conoce a Rosa?, es mi novia. Recuerdo el día que la conocí. Al acabar la guerra, como no podía trabajar en el campo por lo de mi pierna, me fui a Barcelona a casa de unos tíos que tenían un bar. Yo no hacía más que trabajar, salía poco, alguna vez a dar un paseo con mi amigo José. Una vez por semana íbamos al cine. El cine me gusta mucho. ¿Ha visto Gilda?, esa sí que es una buena película, debería ir a verla. ¿De qué hablaba?, ¡ah, sí!, de cuando conocí a Rosa. Fue en la cola del cine, ella iba con unas amigas, yo con José, y no sé cómo empezamos a hablar. Siempre había pensado que, con mi cojera, no iba a encontrar novia, pero ya ve, con Rosa llevo ya varios años de noviazgo y cada día nos queremos más. Es guapísima, mucho más que su madre. Bueno, perdone, no es que su madre sea fea, es que Rosa la supera con creces aunque se parezcan en algunas cosas. Ese color de ojos, entre verde y azul, que es el mismo que tiene usted, o su nariz un poco respingona. Pero mi Rosa no tiene ese pelo tan crespo o esa forma de mirar que veo también en usted. Además Rosa es dulce y reposada, no como su madre, avinagrada e impaciente. A usted también la veo un poco acelerada, ¡cálmese mujer! Por cierto, hace días que no veo a Rosa, ¿qué le pasará?

–Entiendo que la pobre ponga mala cara, incluso que se enfade. Compararla con mi futura suegra no ha sido una buena idea, pero ¡mira que se parecen!

–Bueno, mujer, no se ponga usted así. Por cierto, ¿usted tiene hijos? ¿Sí? Pues, ande, hábleme de ellos, serán de mi edad, supongo. Igual es usted la madre de alguno de mis amigos y ahora mismo no acierto a reconocerla...

Sigo esforzándome, escarbando en mis recuerdos, me aparecen caras de niñas, bebés que gritan muy fuerte, gente sentada a una mesa, discusiones, fiestas... Pero todo desaparece antes de que pueda reconocerlo, todas las caras que me esfuerzo en recordar desaparecen entre los estallidos de las bombas y las granadas, entre los disparos y la metralla que las alcanza. Mientras, ella, impaciente, empieza a hablarme.

–¿Pero qué tonterías está diciendo? ¡Esta mujer está loca! ¿Por qué la he dejado entrar?

–¡Ah no, eso sí que no!, si se pone usted así ya mismo se va yendo, ¿cómo va usted a ser mi hija si es tan vieja como mi suegra? Y de todas esas tonterías que dice usted, de viejos y muertos e hijas y nietos, voy a hacer como que no la he oído, que me parece que no está usted bien de la cabeza.

–Sí, que se vaya y me deje solo, aquí, con Rosa y Lupe, las mujeres de mi vida, las únicas cuyas caras puedo evocar sin que desaparezcan entre fogonazos de metralla.





Puro cuento Antología de relatos
Narrativa mallorquina - Ediciones La Baragaña  

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